El viernes 8 de noviembre nos dejó el Dr. Miguel Ángel Alcalá, intensivista. Los amigos que conocíamos de su profundo sentido del sarcasmo, con un punto entrañablemente canalla, seguro que imaginamos su respuesta a cualquier texto laudatorio “sí, ya sabéis, en España para que reconozcan lo que hace alguien bien sólo es preciso morirse”. Y, como casi siempre, no le falta un punto de razón.

Fue un pionero entusiasta en difundir el concepto de depuración renal en la disfunción renal aguda. Compartió su conocimiento con reputados expertos actuales en este campo, a los que no sólo formó, sino que se convirtió en su orientador y referente científico. Y, más tarde en su amigo por su sencillez, cercanía y sentido del trabajo colaborativo.

Creo así el núcleo del Grupo de Cuidados Nefrológicos de la Sociedad, al que no sólo dirigió, sino que estimuló para realizar cursos y publicaciones referentes hoy a nivel nacional. Fue, por tanto, protagonista destacado del desarrollo del nefro-intensivismo en nuestro país. Lideró muchos de sus momentos más brillantes, haciéndolos especiales para sus compañeros y alumnos por su sobresaliente humanidad.

Fue uno de los primeros intensivistas en percibir la importancia de la Web como un instrumento de formación y comunicación médicas. Estas inquietudes le llevaron a co-fundar, en primer lugar, la Revista Electrónica de Medicina Intensiva (REMI), un referente de publicación secundaria en línea para la lectura crítica de artículos de impacto, y con un altísimo número de seguidores en España e Iberoamérica.

En segundo lugar, a aglutinar jóvenes seguidores en la formación y consolidación del Grupo de Internet de la Sociedad, que en tiempos menos favorables para la penetración tecnológica, promovió la difusión y el aprendizaje de herramientas digitales en el ámbito de la Medicina Intensiva.  Todavía recordamos como luchó por crear una página Web de artículos de Medicina Intensiva, haciendo participar a destacadas personalidades internacionales de la especialidad, con las que estableció relaciones por correo electrónico, y de los que hablaba con cercanía.

Pero su carácter leonardiano, y su inagotable curiosidad intelectual, le llevaron a investigar en otros campos como el de la Cirugía Cardiaca, las infecciones graves y el cuidado del paciente neurocrítico. Aunó pasión, sin ahorrar esfuerzo, por aprender hasta el último día. Y llevó esa pasión a la organización, la docencia y la innovación. Aprendió, de todo y de todos, con humildad, y anteponiendo siempre el beneficio y la seguridad del paciente a cualquier idea preconcebida que pudiera oscurecer su juicio. Argumentando sus criterios, pero escuchando los del otro, y sabiendo siempre distinguir la esfera personal de la profesional.

Y lo que aprendió fue transmitido. Y no sólo su saber, sino sus valores. Virtudes como la dedicación, el rigor, y la responsabilidad con los pacientes. Predicó con el ejemplo, y formó generaciones de residentes en el cuidado exquisito de todos los aspectos asistenciales y emocionales que pudieran contribuir al mejor pronóstico de la enfermedad crítica.

Trabajó sin descanso muchos años en guardias interminables al lado de sus jóvenes colegas, desplegando toda su ilusión, como cuando empezaba, sin quejarse del dolor físico que su discapacidad en ocasiones le imponía. Nunca una queja, siempre una sonrisa de satisfacción cómplice cuando un enfermo remontaba tras una jornada dura. Como sus enfermeras y compañeras decían, era un guerrero, un héroe en extinción. A quien le sobraban arrestos, y conocimientos para enfrentarse a los casos más duros, que no fueron pocos a lo largo de su trayectoria profesional.

Pero el Miguel Ángel Alcalá médico se explica y cobra mayor sentido desde su condición humana. Padeció poliomielitis en su infancia. La enfermedad le marcó, pero nunca le detuvo. Quizá tuvo que ver aquello que le dijo su padre cuando era un niño “no te quejes, pelea; o vete a pedir a la Puerta del Sol”.  Y peleó. Se hizo respetar, y desarrolló cualidades de un niño criado en la calle como la valentía, el esfuerzo a pesar del dolor, y un afán de superación incomparables. Pero también la amistad y el compañerismo a ultranza como valores refugio. Rasgos que le hicieron ser el guerrero que fue en su vida profesional.

Un gladiador afectuoso, socarrón, irónico hasta el extremo, efusivo (sus abrazos te crujían), y que te hacía parecer la persona más importante del mundo para él. Un luchador que se enfrentó a su enfermedad final con un coraje encomiable, y que supo reconocer, cuando había perdido, que había que irse con dignidad y con un “hasta siempre” que recordaré mientras viva.

Pero sobre todo, los que le conocimos destacaríamos una lealtad a sí mismo y a los que quería, sus pacientes incluidos, a prueba de cualquier contratiempo. Me citó un día, en una de nuestras comidas, una frase que aún recuerdo: “se debe ser fiel a los que te importan y debes algo, aunque se equivoquen, y vaya en contra de tus sentimientos”. Una afirmación que ilustra porque en él querer y  deber eran uno. El imperativo kantiano del “haz lo que debas” lo entendía como nadie.

A esa integridad se asociaba una sorprendente ausencia de ambición y egolatría. Sabiendo muchísimo, nunca hizo gala de ello, ni de que por ello mereciera más que otros. Es por eso, que su luz ética y moral debe ser restaurada en el recuerdo ahora que se ha apagado.  Un faro que debe iluminar la mente y el corazón de las jóvenes generaciones de intensivistas para que prestigien con esfuerzo, pasión y trabajo en equipo nuestra especialidad, como él hizo siempre.

Los intensivistas de este país hemos perdido un gran profesional. Pero algunos hemos perdido mucho más: un referente moral, un maestro, una inspiración, un gran amigo, y para alguno de nosotros, un hermano mayor.

Descansa en paz, Miguel Ángel. Tu constante recuerdo te mantendrá siempre con nosotros.

Vicente Gómez Tello.

Manolo Herrera Gutiérrez.

Arnoldo Santos Oviedo.

Jordi Mancebo.

César Pérez Calvo.

Lluis Cabré.

SEMICYUC.